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La ¿de?-función del crítico después del fin del arte. (página 2)



Partes: 1, 2

Es decir que en materia de
gustos ninguna prueba objetiva (la llave de Hume) puede
afectar a nuestras sensaciones ni calificar a los jueces en
buenos o malos, ni por ende, convencer a nadie de la falsedad de
su impresión, algo que simplemente carece de
sentido.[3]

II. Greenberg por Danto:
la opción al formalismo.

El arte
después del fin del arte
es una época signada
por un profundo pluralismo en materia de producción y recepción
artística. Una de sus características definitorias
ha parecido ser una tendencia a encriptar significados, que han
demandado receptores calificados capaces de
desentrañar las cifras semánticas ocultas en
las obras. En la aparición eventual de indistinciones
entre objetos artísticos y meras cosas (cuyo paralelo es
la precariedad epistemológica del ojo como órgano
de conocimiento),
algunos han leído una revalorización sin
igual en la historia del
arte del rol del crítico como hermeneuta
privilegiado.

Danto sitúa al modernismo
como el período que va aproximadamente de 1880 a 1960,
cuando se produce el turning point del arte
contemporáneo con Warhol y su Caja de Brillo. La pintura,
entonces se volvió su propio objeto, dejó de ser
una ventana traslúcida entre la representación y el
mundo, para pasar a resaltar la materialidad propia de su medio.
Se volvió plana y bidimensional, en contraste con la
plasticidad vasariana que hacía primar el verismo visual y
la conquista
progresiva de las apariencias.   

La definición de Danto de obra de arte como
significado encarnado implica que el crítico entra
al ámbito de sentido propuesto por la intención
significante del autor, cuando identifica contenidos y
evalúa sus modos de encarnación en el objeto.

En este sentido, el antiesteticismo de Danto contrasta con la
perspectiva formalista de Kant, Greenberg,
y modélicamente: Monroe Beardsley, defensor
contemporáneo de la teoría
estética. El formalismo defiende para la
apreciación la validez del blindfold test, o
inspección a ciegas o con los ojos vendados, de la obra o
el objeto estético. Sin embargo, el presunto arte
post-aurático habría desmontado toda confianza en
el ojo de una parte y lo visual de la otra, para discriminar no
sólo el arte bueno del malo, sino lo artístico en
sentido estricto.

María Alcaraz León (2006) muestra
cómo el experimento de los indiscernibles (la
diferencia en el estatus ontológico entre obras de arte y
meras cosas es compatible con la indistinción visual) es
operativo en la teoría de Danto a los fines de
desarticular aquellas concepciones de lo artístico que
descansan en su caracterización perceptiva; por caso las
propuestas neo-wittgensteinianas (y su noción de aire de familia), como
así también la teoría estética.

Es emblemático el punto de vista de Greenberg, el gran
crítico y teórico del período moderno que
apela a la Crítica de la facultad de juzgar como la
base filosófica más satisfactoria para la crítica
de arte. En la interpretación que de él hace Danto,
deduce dos normas de su
lectura de
Kant: i) que el juicio sobre la belleza no puede ser deducido de
regla alguna que tenga un concepto como
base de su determinación, y ii) que existe algo así
como el ojo entrenado.

Por otro lado, en afinidad con La norma del gusto de
Hume, confía en que esta práctica puede establecer
criterios para valorar la pintura "buena". De esta manera,
estaría haciendo suyos tanto el subjetivismo kantiano
respecto del gusto (su autonomía), como el objetivismo que
Hume ilustra con el caso de la llave.

Desde el punto de vista formalista, la obra (su forma
significante
, su pura opticidad) debe poder
expresarse por sí misma; lo que implica una suerte de
esteticismo -un objeto es artístico cuando produce cierta
experiencia estética-, y un corolario suyo, la creencia en
la falacia intencional: comprender y apreciar una obra de arte no
es equivalente a conocer los propósitos de su autor.

Infravalorar los elementos externos al objeto artístico
-por caso, las intenciones autorales- implica la ocasional
exigencia de hacer un esfuerzo mental de
abstracción y desmemoria respecto de lo que
se sabe, para no interferir así en la experiencia
estética. Cuestión ésta, a la que Danto en
"The Artworld" (1964) había dado pleno derecho, y repetido
luego en La Transfiguración del lugar común
(1981):

"Ver algo como arte exige nada menos que esto, todo un entorno
de teoría artística, un conocimiento de la historia del arte. El arte
pertenece a ese tipo de cosas cuya existencia depende de teorías, sin teorías del arte, la
pintura negra [por ejemplo] es sólo pintura negra y nada
más."[4]

Entender el análisis que hace Danto de los sesenta,
como la del final de un paradigma
crítico (el formalista) en función de
un arte que ha cifrado sus significados, y no se deja
capturar sensiblemente, conlleva ver el objeto artístico
como demandando siempre una instancia de interpretación,
un ¿de qué trata?

Este tipo de cognitivismo intencionalista busca dar
cuenta de que una obra de arte no es tal por facilitar una
experiencia estética, sino por trasmitir un contenido. La
teoría estética y crítica formalista, por el
contrario, entiende que la obra tiene una estructura de
significado intransitiva: inmanente a sí misma. Por ello,
la experiencia artística -estética por antonomasia-
se da en una relación insular entre el sujeto y el
objeto.

En el contenidismo de Danto, no hay una forma
neutral
de ver la obra, ya que verla neutralmente es estar
ciego a su estructura de significado. Para Danto, Geenberg que
creía que el arte, solo y sin ayuda, se presentaba a
sí mismo ante el ojo como arte, no pudo seguir ejerciendo
bajo este programa cuando
la distinción entre obras de arte y meros objetos reales
dejó de estar articulada en términos visuales, "y
cuando fue imperativo sustituir una estética materialista
a favor de una estética del
significado"[5]

La alegada pericia y experiencia del ojo del crítico
parecía perder en aquel mundo del arte sus prerrogativas
epistémicas y axiológicas; a su vez, la amnesia
artística,
condición de la estricta inmanencia
de la fruición de la obra, conciliaba aún
más trabajosamente con el presupuesto de la
mirada incontaminada de conceptos[6].

El nuevo crítico de la época del pluralismo debe
estar ilustrado a nivel teórico para poder percibir lo que
se oculta a la mirada insipiente. Es como si el centro de
interés
se hubiera desplazado, del modernismo al período
posthistórico, de ver lo bueno en arte, a sólo
poder ver el arte.

La idea de una percepción
aconceptual está caricaturizada en el modo en que
Greenberg se enfrentaba a una pintura: con los ojos cerrados
hasta no estar frente a ella y tener de improviso su
visión (blindfold test). Por el contrario, el
receptor ideal en Danto, sólo verá la obra si va
hasta allí provisto con conocimiento de la historia del
arte, y algo de teoría artística, para poder
contrastar con el significado inferido de la obra. 

Un mundo pluralista requiere una crítica pluralista
del arte, una que no dependa de un relato histórico
excluyente, y que tome cada obra en sus propios términos,
en términos de sus causas, sus significados, sus
referencias, y de cómo todo esto está materialmente
encarnado y se debe entender
.[7]

El concepto de mundo del arte en la teoría de
Danto es central para comprender el rol del crítico, y
está asociado a la idea de que la percepción
artística es de un modo u otra histórica; por ello
percibir un objeto como arte requiere algo que el ojo no puede
modificar: una atmósfera de
teoría artística, un conocimiento de la historia
del arte, un mundo del arte.

El arte modernista es un arte definido por el gusto, y creado
especialmente para personas con gusto, específicamente
para los críticos (…) El fin del modernismo
significó el fin de la tiranía del gusto (…)
La estética lo lleva a usted no muy lejos de Duchamp,
así como la clase de
crítica que requiere Duchamp no obedece a la tabla de
mandamientos de Hume.[8]

Es en este sentido que Danto no adheriría a la idea de
un juez que valora desde un lugar prescriptivo en virtud de
reglas o privilegios perceptivos que lo diferencian de otro tipo
de público, como sí parece ocurrir en Hume y
Greenberg. Sin embargo la posición de Danto respecto de la
competencia
epistémica (un sujeto capaz de identificar valores
artísticos) y axiológica del crítico (un
sujeto capaz de crear valores artísticos como consecuencia
de su identificación), no es unánime.

Jéssica Jaques Pi, (2004), por ejemplo, lo alinea entre
los defensores de una concepción verticalista del
crítico, es decir aquélla en la que "hay un
espectador privilegiado entre todos, el crítico de arte
(en este punto Danto se inscribe netamente en la tradición
inaugurada por Hume en Of the Standard of
Taste
)"[9]

Gerard Vilar (2005), por su parte, afirma que Danto se mueve
entre tres nociones de crítica; dos tienen su nacimiento
en la modernidad, la
última es de origen más reciente. La crítica
ilustrada, como llamará a la primera, entiende que su
tarea es mediar entre las obras y un público no experto.
Puesto que el arte se ha hecho paulatinamente menos evidente en
sus intenciones y significaciones, el rol del intérprete
ha ganado posiciones. En este sentido, el crítico facilita
la experiencia de la obra, ayuda a descifrar sus componentes
en clave. De algún modo, responde a lo que el
sentido común entiende que hace esta práctica:
explicar y evaluar objetos artísticos; una actividad
adjetiva que ayuda a la gente a comprender las obras de arte,
revelando significados muchas veces ocultos. "Como crítico
ilustrado, Danto tiende a creer que hay un significado y una
interpretación verdadera de la obra que el crítico
debe descubrir".[10] 

La segunda tradición a la que Vilar se refiere es casi
contraintuitiva, y de raíz fundamentalmente
romántica; "sostiene la extraña y sorprendente
teoría de que las obras de arte serían incompletas
sin que las crítica las redimiera, trajera a
concepto su contenido de verdad, o bien, en algún sentido,
salvara o liberara su significado".[11] 

Se trata para Vilar de la concepción de la
tradición romántica a la que Hegel se
aproxima, que entiende que la crítica completa la obra, o
las constituye como tales. A diferencia de la actividad adjetiva
que ejercía el crítico ilustrado, ésta es un
tipo de crítica sustantiva, cuyo mejor ejemplo, lo
constituye para el autor, la tarea que Danto realiza con la Caja
de Brillo en "The Artworld".

Ambas tradiciones, si bien comparten la necesidad de desplegar
la reflexión crítica, entienden su objeto de
diferente manera: la crítica ilustrada o adjetiva deja al
objeto inmodificado, mientras que la romántica lo
determina ontológicamente, y si varía de una
posición a otra, cambia con ello el objeto de su
interpretación.

Danto oscilaría en sus escritos sobre crítica de
arte entre estas dos posiciones y una tercera que tiende a
dominar, y que según Vilar sería bueno que
dominara; la del crítico entendido como mediador
democrático
en la
república de las artes. Mientras que el crítico
ilustrado y el romántico (sobre todo este último)
mantendrían una relación vertical con su
público, en la medida en que están investidos con
la autoridad del
experto, el crítico democrático se sitúa, a
grandes rasgos, en un mismo plano de horizontalidad. Así,
el crítico como mediador democrático pondría
en manos de los ciudadanos del mundo del arte "algunos elementos
de juicio e interpretación, pero es el ciudadano mismo
quien se ha de implicar en la crítica de
arte".[12]

La densidad
estética de la experiencia del arte que Greenberg, en
continuidad con la perspectiva kantiana, atribuye al encuentro
del espectador con el objeto artístico, implica, a la
postre, un mengua en la comunicabilidad de esta experiencia, ya
que ver lo "bueno" en arte depende en gran medida de la
dotación perceptiva y conceptual del sujeto de la
apreciación. ésta es una de las razones que nos
llevaban a pensar que Greenberg estaría aunando las
visiones de Hume y Kant. Del primero toma la
cualificación del crítico; del segundo la
intransitividad de la experiencia y su ausencia de concepto, de
modo que el sujeto universal kantiano se individua en la
facultades personales del crítico o el receptor particular
del que se trate.

Por el contrario, rebajar la densidad estética de la
obra en favor de una densidad filosófico-artística,
abre en principio incipientes posibilidades de transferir los
conceptos allí implicados y, por lo tanto, su
transmisibilidad lingüística más la
comprobación pública de sus juicios. Esto puede
leerse como un intento de democratizar la recepción del
arte, en la medida en que todos somos potencialmente su
público. Algo que no parecía quedar habilitado en
la visión de Hume y Greenberg.

La declaración beuysiana de que todos somos artistas, y
la de Warhol de que todo es virtualmente arte, tiene una tercera
pata, y es que todos podemos ser público (o
críticos). En este punto, el contraste con la modernidad
artística, y sus manifiestos ("es arte todo lo que respeta
o se categoriza como X", o tal como Renato Poggioli consignaba en
su Teoría dellárte di avanguadia: la
autopropaganda de las vanguardias consiste en la
imposición violenta y autopublicitaria de un modelo como
único, más el predominio de la poética sobre
la obra) es evidente.

Danto adopta un tono prescriptivo cuando remarca que lo que no
puede hacerse en materia de crítica es declarar que una
obra es "mal" arte porque no satisface los criterios internos de
una determinada poética artística.

Hume en La norma del gusto caracteriza al
crítico como una persona sana,
libre de prejuicios, liberado de influencias externas, capaz de
percibir con exactitud los detalles más diminutos de los
objetos, sereno, con una imaginación delicada,
además es experimentado, abierto, capaz de comparar, tiene
un conocimiento muy amplio del arte y, por supuesto, está
dotado de buen sentido. Podemos inferir una dotación
discrecional semejante en el crítico greenbergiano, pero
no así en aquél que describe Danto, el cual ha
sufrido un proceso de
descualificación que lo acerca al tipo
ejemplificado por Vilar como "mediador democrático".

En este aspecto su punto de vista se acerca más a la
concepción ilustrada defendida por Kant, al menos en lo
que respecta a la común autonomía del sujeto de la
experiencia; sólo que lo que en aquél era
estético en Danto es filosófico. De allí que
el sensus commnunis aestheticus no necesite ya garantir la
comunicabilidad de las sensaciones de placer, y lo que se demande
sea sólo una conmensurabilidad cultural, ya que no todo
puede ser arte o visto como arte en cualquier tiempo y
lugar.

III.
Interpretaciones profundas y superficiales.

En Deep Interpretation (1986), Danto explica la
diferencia entre lo que llamará interpretación
superficial e interpretación profunda; la primera busca
recobrar las intenciones del autor al crear la obra, mientras que
la segunda enmarca estas intenciones en un esquema
conceptual más amplio, no necesariamente previsto por su
agente.

A su vez, al primer tipo de exégesis o
comprensión (El mundo del arte revisado: comedias de
similitud
(1992), la denomina en referencia al historiador de
arte Michael Baxandal, "crítica de arte inferencial", y
está apoyada en su noción de mundo del arte:
interpretar un objeto artístico es estar comprometido con
la verdad o falsedad de una determinada explicación
histórica. Así, la interpretación
será falsa si lo es la explicación histórica
que propone como recuperación de las intenciones del
autor. Por otro lado, sirviéndose de categorías
barthesianas da cuenta de esta misma diferencia: la
interpretación lectórica de Barthes
coincidiría con la superficial o
histórica; puede ser correcta o incorrecta,
verdadera o falsa según recupere y cómo lo haga la
intenciones reales del autor. En cambio, la
interpretación escritórica o profunda
no tiene un fin último ni preciso ni impreciso, y en el
libre juego de los
signos se
acomoda mejor a categorías como las de verosimilitud,
credibilidad, consistencia, poder heurístico, plausibidad,
etc.[13] 

"La interpretación lectórica es falible,
simplemente porque tiene la forma de una hipótesis explicativa, pero no es infinita
y no es subjetiva".[14]  Un objeto o evento
es una obra de arte en virtud de la existencia de esta
interpretación. La exégesis profunda, por su parte,
generalmente une obras a marcos teóricos o conceptuales,
no necesariamente previstos por el autor, más que objetos
físicos a obras. Así, (en este punto seguimos la
explicación de Peg y Myles Brands en Surface
interpretation: Reply to Leddy
(1999)), las primeras se
realizan en un plano ontológico, mientras que las
últimas en uno epistemológico.

Además, puesto que la interpretación superficial
coincide con las intenciones del autor y con cómo
éste se las representa a sí mismo (Alcaraz
León; 2006); el agente y no otro, es la autoridad
última como perito de su verdad o corrección. La
interpretación profunda, afín a la hermenéutica de la
sospecha[15], no tiene una autoridad
epistemológica y apriorísticamente privilegiada, ni
siquiera, el propio artista que dirima desacuerdos. De hecho,
esta sería su diferencia específica: la ausencia de
autoridad exegética con respecto al significado revelado
en ella.

Por otro lado, la relación que existe entre estas dos
interpretaciones, es que la superficial es el presupuesto o el
interpretandum de la profunda, de manera que ésta
no puede darse sin que antes "se haya caracterizado la obra
correctamente de acuerdo con los condicionantes de la
interpretación superficial".[16]

Conforme a las categorías de Vilar, el crítico
ilustrado es el que practica ("ante todo") crítica
superficial; esto es, algún tipo de escrupulosa
reconstrucción histórica de las intenciones que el
artista dice tener (o pudo haber efectivamente tenido)
según la época, el lugar y las condiciones en las
que vivió. El crítico romántico o
transfigurador, en cambio, es el que ("ante todo") realiza
crítica profunda, y el mediador "no supone síntesis
alguna entre uno y otro".

La objetividad que Hume hacía depender del conjunto de
los veredictos de los expertos, tiene algún rango de
aplicabilidad en el ámbito de la interpretación
superficial, lectórica o inferencial. Únicamente en
este nivel tiene sentido hablar de una apreciación justa
(sino objetiva), producto de
una comprensión adecuada a la intención del artista
al momento de producir la obra. En cambio, en el ámbito de
la interpretación profunda, donde se relacionan
intenciones con marcos teóricos o conceptuales que las
abarquen, pierde aplicación la categoría de
objetividad, en virtud de una hermenéutica compleja e
indefinida, y sólo subdeterminada por las intenciones del
artista.

IV. Formalismos y
cognitivismos.

La visión formalista del objeto artístico (lo
que a veces se caracteriza como objetivismo) depende de creer que
los objetos están dotados en algún sentido de
valores estéticos que pueden deparar experiencias
estéticas positivas. Es paradigmático la defensa de
Beardsley del paralelo entre las cualidades de la experiencia y
las cualidades del objeto: unidad, complejidad e intensidad.

Según Gennete:

        Si el valor
estético está contenido en el objeto como una
virtualidad que para revelarse y actuar sólo necesita que
se produzca el encuentro con un receptor cualificado, si
está presente incluso en un objeto que todavía no
ha percibido nadie, que alguien me diga si puede tratarse de algo
distinto de una propiedad
objetiva a la espera de un buen juez capaz de percibirla, como el
sabor a hierro y
cordobán de la cuba de
Sancho
.[17]

Así, el formalismo objetivista (Hume, Kant, Greenberg y
Beardsley en el recorrido que buscamos seguir) cumple con la
reivindicación de la  experiencia estética
como la razón de ser de la obra. Es decir, a pesar de
defender la autonomía del encuentro entre el espectador y
la obra; el formalismo se inclina en favor de rebasar esta esfera
apelando al juicio de los expertos como un deux ex
machina
.    

Así, el formalismo objetivista se comporta a
nivel teórico como una doctrina subjetiva (esta
línea de argumentación sigue al menos hasta este
punto Gennete); o sea, que no cumple con los requisitos que debe
satisfacer una teoría para ser correcta, pues circunscribe
el ámbito de la experiencia válido a la
insularidad del sujeto y la obra.

Esto se debería a que no logran salir del ámbito
de influencia del juicio de gusto y de la relación
biplánica obra-sujeto de la experiencia. En cambio, una
teoría que carga el peso de la experiencia
artística en elementos extraperceptuales,
históricos, intencionales, interpretacionales, es decir,
eminentemente subjetivos, logra emanciparse o ser exterior al
acto de apreciación y comprensión mismos. Ya que
aun cuando las diversas recepciones de una misma obra sean
diferentes e incompatibles, se pueden dar razones y argumentos
que expresen los motivos de las decisiones tomadas. Estos
discursos, a
su vez, estarán expuestos a criterios de evaluación
lingüísticos, públicos y serán
eventualmente falsables (o algo similar).

En la teoría de Danto, el consenso y la validez de las
razones no son las mismas según se trate de una
interpretación superficial o una profunda. Como
decíamos más arriba, Danto defendería la
no-subjetividad de la interpretación superficial; en ella
hay una forma preestablecida a la que debe adecuarse: la
conformidad con las intenciones del artista, y por mucho que
éstas sean difíciles de determinar, es siempre
fuera de la experiencia estética que se dirime su validez
o corrección.

El no-formalismo de Danto (lo que en algún momento
hemos llamado su contenidismo) está asociado a su
propio relato de la teoría institucional del arte ("es
arte lo que el mundo del arte decide que lo sea") en la medida en
que reconoce un estado
terminal del arte modernista, en el que ya no hay criterios de
artisticidad internos a la práctica, los objetos y los
sujetos. Para el formalista, en cambio, la idea de que una obra
puede cambiar de propiedades según las  condiciones
cognitivas de su recepción es insostenible. La obra se
identifica con su objeto de inmanencia, y todo dato
extraperceptual se vuelve, por ello, no pertinente.

En la teoría de Danto, según María
Alcaraz León:

"El juicio acerca del valor artístico de una obra no
puede elaborarse independientemente de las consideraciones
tenidas en cuenta en su producción concreta. El valor de
las obras no es absoluto, sino relativo al universo
teórico en el que se constituyen como
tales."[18]

En este sentido, su propuesta consiste en dar un giro desde la
experiencia sensible como fuente de la experiencia
artística hacia el pensamiento
que produce la obra, que se encarna en ella y que se recupera y
modifica en la interpretación.

La era de las vanguardias de principios del
siglo XX se caracteriza, entre muchas otras cosas, por describir
lo bueno y lo malo en arte -dice Danto- según la
adscripción a los preceptos de un determinado manifiesto.
El relato vasariano (en la historiografía de Danto del
1400 hasta finales del siglo XIX) también impuso un tipo
de crítica, aquella basada en la verdad visual de la obra,
de hecho cada período de la historia está
caracterizado por una estructura diferente en la crítica
de arte. El modernismo se ha distinguido por separar el trigo
de la paja
, el arte genuino, verdadero, real del
pseudoarte. 

Una consecuencia y ulterior ventaja de la situación
posthistórica, en la cual la marca del arte es
la pluralidad de sus estilos, es que ya no tenga sentido hablar
de ojos entrenados, pues desde el momento en que cualquier
cosa puede ser una obra de arte, recurrir a los parecidos de
familia como patrón de reconocimiento y calidad en el
arte, se vuelve un argumento ineficaz. Así, la
práctica crítica se democratiza en la novel
situación del arte, ya que, en algún punto, todos
somos (potencialmente) igual de inexpertos.

Para Danto, "el error de la crítica de arte kantiana es
que segregaba la forma del contenido. La belleza es parte del
contenido de las obras, y su modo de representación nos
interroga acerca del significado de la
belleza".[19] Por ello, el desafío que se
propone es hacer crítica de arte que no sea formalista ni
legitimada por un relato. Frente al crítico como sujeto
puro enfrentado a la pura obra de arte, en la propuesta de Danto,
sin prejuicios no hay percepción del objeto
artístico.

Sin embargo, algunos intérpretes han visto el punto
flaco de la teoría del arte de Danto y por ende de su
práctica crítica, en el demérito de las
apariencias. Si la obra de arte es el soporte (o sólo el
soporte) de un sentido intencional que debe ser recuperado en la
interpretación superficial y analizado
subtextualmente en la profunda, se corre el riesgo de que el
gusto o sencillamente la experiencia estética,
emblemática en la posición kantiana, quede
eclipsada en una filosofía del arte, que ha sobrevaluado la
comprensión y el significado, a pesar de definir su objeto
como significado encarnado

Lo que está en juego no sólo en el proyecto
teórico de Danto, sino en una actualidad que aún no
ha resulto el conflicto
entre filosofía del arte y estética, es si la
función cognitiva y ontológica que pesa sobre la
experiencia estética cotidiana y la recepción
individual, no invalidarían una recepción que
progresivamente ha denostado el placer estético kantiano,
basado en la individualidad de la experiencia y en su carácter netamente receptivo. Aquella
actividad que es descripta por Kant como autónoma,
sintomatológica de la madurez del sujeto, cuya
pretensión de validez se sustenta no en el objeto, sino en
el tipo de actividades que el objeto provoca.

Lucas Fragasso (1995) entiende que "esa revolución
de finales del siglo XVIII, aparece hoy con signo inverso. El
placer estético, nuevamente convocado, domina la escena
como antídoto destinado a interrumpir la
contaminación teórica."[20]

Por su parte Graciela Silvestri en "Interdicciones
contemporáneas" (2004) se pregunta si "el fluido comercio entre
actividad artística y crítica, bloquea, en lugar de
potenciar, si (éstas) se convierten en interdicciones a la
posibilidad de aquella experiencia densa que hoy llamamos
estética, pero que acompañó a todas las
civilizaciones."[21] 

Conclusión:

Durante mucho tiempo ha sido un lugar común de los
discursos sobre las artes, manifestar el incremento de
reflexión requerido para que las nuevas prácticas
(desde las primeras vanguardias del siglo XX) sean reconocidas y
percibidas diferenciadamente del resto de las cosas del mundo.
Esto es lo que Danto ha ilustrado con el experimento de los
indiscernibles, y la condición negativa que se sigue de
él: la imposibilidad de definir e identificar el arte en
términos perceptivos. Así, frente a
estéticas materialistas y de la recepción ha
opuesto (y propuesto) estéticas (o antiestéticas)
del significado y la comprensión. Lo importante de una
obra de arte no es que facilite una experiencia, sino que
trasmita un contenido.

Sin embargo, como han manifestado algunos críticos de
su visión teórica del arte (Robert Kudielka, Martin
Seel, Diarmuid Costello, entre otros), la concepción
cognitivista del objeto artístico que entiende a la
interpretación como el proceso por medio del cual un
objeto se vuelve una obra, puede estar infravalorando la
apariencia efectiva del objeto artístico; entendido
éste como el producto sedimentado de complejos (y
no-unívocos) estados intencionales. Los cargos de estas
lecturas tienden a hablar de una relativa inconsistencia entre la
definición de obra de arte como significado encarnado, por
un lado, y la supeditación de lo aspectual a lo
semántico, por el otro.  

En general, las respuestas de Danto aluden al hecho de que si
bien el concepto de encarnación puede requerir de
aclaraciones ulteriores, es lo suficientemente amplio como para
comprender al de apariencia; y que en él estarían
alojadas las propiedades sensibles de las obras que ni sirven
para identificarlas ni para definirlas.

Hemos tratado de mostrar algunas de las ventajas que el nuevo
modelo de crítico del mundo pluralista ofrecería
respecto de su anterior paradigma formalista. Habitualmente
están relacionadas con la pérdida (a partir de las
obras de arte indiscernibles de meras cosas) del aura que el ojo
del crítico, su gusto y sus juicios tenían en el
mundo del arte moderno y modernista. Es decir, un abandono del
ejemplar crítico humeano y su canon artístico, en
favor de prototipos no-verticalistas, en tanto, nadie es experto
pues la noción de aires o parecidos de familia entre las
obras deja de tener aplicación en un estado del arte
crecientemente (desde principios del siglo XX)
anárquico. Desde esta perspectiva, los procesos de
acortamiento entre lo alto y lo bajo, de las vanguardias y
neovanguardias, no sólo afectarían a la obra sino
también al artista y al crítico. Una vez
más, marcamos aquello de que si todo puede ser arte y
todos artistas, entonces también, todos pueden ser
potencialmente su público.

De allí que nuestras observaciones finales tengan que
ver con la consideración de potenciales riesgos
inherentes a la comprensión misma como aquello que
demandan actualmente las obras de arte. 

Ya en 1964, en Contra la interpretación, Susan
Sontag nos advertía de las desventuras de volver
todo lo artístico objeto demandante de
interpretación. En aquel ilustrado y temprano texto,
ponía reparos a la actividad crítica de traducir
siempre una cosa como signo de otra. Concepción que
entendía estaba basada en la perpetuación de la
distinción forma-contenido, y en la idea de que a todo
texto (contenido manifiesto) subyace un subtexto (contenido
latente) que puede (y por ello debe) ser glosado en cierto
código.
En último término, la adecuación de la obra
a categorías mentales, implica -dice Sontag- la
transformación del arte en artículo de
uso. 

Lo que se necesita, en primer término, es una mayor
atención a la forma en el arte. Si la
excesiva atención al contenido provoca una arrogancia de
la interpretación, la descripción más extensa y
concienzuda de la forma la silenciará. (…) La mejor
crítica, y no es frecuente, procede a disolver las
consideraciones sobre el contenido en consideraciones sobre la
forma. (…) La interpretación da por supuesta la
experiencia sensorial de la obra de arte. (…) Lo que ahora
importa es recuperar nuestros sentidos. Debemos aprender a ver
más, a oír más, a sentir más.
(…) Nuestra misión
consiste en reducir el contenido de modo que podamos ver en
detalle el objeto. (…) La función de la
crítica debiera consistir en mostrar cómo es lo que
es, incluso qué es lo que es, y no en mostrar qué
significa. En lugar de una hermenéutica, necesitamos una
erótica del arte
.[22]

En relación a la pertinencia al proyecto de Danto, nos
fuerza a
algunas preguntas: ¿la interpretación de la obra
(sobre todo la profunda) facilita la comprensión del
objeto artístico o, por el contrario, eclipsa el objeto de
la percepción tras la entelequia del objeto del
pensamiento? ¿Las interpretaciones nos dicen cosas de las
obras o (antes bien) de los intérpretes? ¿Si la
obra de arte es un significado encarnado (Danto en ocasiones usa
la metáfora del cuerpo y la mente para ilustrar esta
unión), no es acaso un error, separar lo uno de lo otro?
¿No es éste un movimiento que
reduce la obra a una mera proposición o conjunto de
proposiciones
? ¿La visión de Danto que afirma
que la interpretación determina y selecciona qué
partes del objeto pertenecen a la obra, no vuelve al objeto de la
percepción un trompe-l´oeil interpuesto entre
la obra y el crítico? ¿Es el objeto físico
un obstáculo que debe ser salvado (descorrido) para
percibir la obra? ¿Las críticas de arte y
sus interpretaciones allanan el camino de la comprensión
de la obra o se tornan interdicciones a la percepción de
ella?

Estas preguntas, sin duda, están orientadas hacia la
necesidad de repensar una estética de la recepción,
pero no ciertamente aquella que hemos criticado, al pie de la
teoría del arte de Danto. Creemos que parte de la
respuesta comienza a darla el propio Danto en un libro
aparecido en 2003 (El Abuso de la Belleza), allí a
renglón seguido de su especificación de la tarea
del crítico a partir del modelo de los significados
encarnados,
como quien trata de expresar el significado de
una obra y el modo en que ese significado encarna en el objeto
material que la transporta dice: "Me interesa conocer el
pensamiento que la obra expresa de un modo no verbal. Debemos
esforzarnos en captar el pensamiento de la obra,
basándonos en cómo está
organizada."[23] Lo que parece poco más o
menos una concesión a algún tipo de formalismo o
estética de la recepción; un poco antes ha estado
analizando (casi como un anhelo político-existencial) el
rol transformador del arte en aquellos que lo experimentan, y su
función paralela a la de la filosofía "pero de un
modo concreto,
mediante lo que Hegel desdeñaría como objetos
sensibles."[24] Y no es hasta el capítulo
final: Belleza y sublimidad, las dos paradigmáticas
cualidades de lo estético en Kant, en donde deja sentado
que la experiencia de lo sublime -"el contenido del asombro"- y
sus muchas veces manifiesta escala
aberrante
[25], no puede ser
representada sino sólo percibida (como frente al Coloso de
Rodas, por ejemplo). "Y por eso la belleza, a diferencia de otras
cualidades estéticas, lo sublime incluido, es un
valor"[26] para la vida que nos gustaría
vivir. En suma, la vivencia del poder transformador del arte es
la instancia de recuperación de cierta fruición o
padecimiento de la obra (y sus sentidos) como una experiencia de
la experiencia (tan sonoramente kantiana).

Y allí donde había un canon o norma del gusto,
incluso un sentido común estético, bien
podría haber un sujeto autónomo, confiado en la
ilustración de sus facultades sensibles e intelectuales
que puede desplegar o replegar frente a una obra dada.

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CIFFyH, Córdoba, 8 y 9 de noviembre de 2007). 5
.

 

 

Autor:

Esteban Zenobi Fabi

Licenciado en Filosofía y escritor; realizando
doctorado en Filosofía del Arte.

Universidad Nacional de Córdoba

[1] Kant, p. 146.

[2] Ibid, p. 136.

[3] Gennete, p. 77.

[4] Danto (1981), pp. 197-198.

[5] Ibid, p. 70.

[6] Coordinar la inocencia y espontaneidad
de la mirada con la condición de experto del
ojo es un problema crucial de esta perspectiva
crítica.

[7] Danto (1997), p. 174.

[8] Ibid, p. 75.

[9] Pi, (2005), p. 266.

[10] Vilar (2005), p. 130.

[11] Ibid, p. 126.

[12] Ibid, p. 128.

[13] Categorías que encuentran un
ámbito de aplicación más apropiado en
los relatos y narraciones. Pensamos, en particular, en la
distinción que Aristóteles hace en La Poética,
entre la tarea del historiador (relatar los hechos que han
ocurrido) y la del poeta (relatar los hechos que
podrían suceder); razón por la cual juzga a la
esta última más filosófica que la
primera, ya que tiende, al contrario que la historia, a
expresar lo universal. A la primera se aplican
categoría como verdadero y falso, mientras que a la
segunda las de índole narratológica.

[14] Danto (1992), p. 54.

[15] Alcaraz (2006), p. 177-178.

[16] Alcaraz (2006), p. 179.

[17] p. 99

[18] Alcaraz, p. 21.

[19] Danto, Después… p.
120.

[20] Fragaso (1985), p. 81.

[21] Silvestri ((2004), p. 24.

[22] Sontag, p. 34-39.

[23] Danto (2005), p. 198.

[24] Ibid, p. 196.

[25] Ron Mueck, por caso.

[26] Danto (2005), p 198.

Partes: 1, 2
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